jueves, 11 de marzo de 2010

Acabo de saber, husmeando por ahí, de la vida y los viajes de un tal Patrick Leigh Fermor, que a los dieciocho años se puso a andar y desde Inglaterra llegó a Constantinopla. Tenía que ser a Constantinopla, que no a Estambul, porque es mucho más legendario que lo otro, que tiene un cierto aire a fracaso de Occidente. Hay un libro muy interesante en el que leí que nadie -prácticamente nadie, por ser más justos- movió un dedo para evitar que cayera, la capital cristiana, en manos de los turcos. Dice el mismo libro que un tipo llegó de España diciendo que él era primo del emperador y venía a dar la vida por él si era preciso, y que, de hecho, lo fue. Es bonita la historia, y eso que no me gustan las historias en las que morirse es lo mejor que uno puede hacer, pues digo yo que lo mejor será estar vivo y que en la mayoría de los casos hemos visto que los que ensalzan las virtudes de la muerte valerosa son los al final que se quedan en casa merendando mientras otros se matan en su nombre y con los pájaros en la cabeza. O como esos soldados que los rusos mandaban borrachos al combate, aunque no recuerdo dónde lo leí ni a qué combate se referían. Lo que sí recuerdo es que la borrachera era de vodka, pero recordar eso, está claro, no tiene ningún mérito, pues ¡no iba a ser de Pedro Ximénez, que eso es para hacer reducciones y no la guerra!

Por volver al hilo, que me ha recordado, lo del inglés que caminaba, que de siempre me ha tentado la idea del viaje a pie, y que hasta tenía yo el proyecto de dedicar unos días en ir caminando a Valencia desde el pueblo este en el que vivo. A decir verdad, no me ha tentado desde siempre, sino desde que hace ya años, con unos amigos, viajé a Santiago a pie y en más de una ocasión disfruté del hecho de entrar despacio, muy despacio, en las ciudades y los pueblos: y veía cómo las casas se acercaban muy poco a poco y parecía que uno atravesaba las paredes más que chocar contra ellas, y era de adobe y barro cuando las casas también lo eran, y los tejados de las iglesias eran como los de los cuadros que uno conoce de los museos y los libros ilustrados. Por eso me gustaban tan poco los que iban por el mismo camino en bicicleta, porque a santo de qué tanta velocidad y esos culottes tan ridículos que usan los ciclistas. Recuerdo que en Burgos traicionamos el espíritu del viaje y entramos a la ciudad en autobús: es que nos separaba de ella un polígono insdustrial. Y uno no tiene nada contra la industria, que tampoco está tan mal y para los viajes tiene sus cosas buenas: que si lo que uno quiere es -pongamos- ir a China, debería, como el inglés, salir de bien jovencito por lo que pueda tardar y las cosas que le puedan suceder. Que también vi una vez en un DVD de National Geographic que el ser humano se tomó sus miles de años para viajar por el mundo y, claro, hacen falta para ese viaje unas cuantas generaciones. Por eso lo del avión, pero que quede claro que llegar así a los sitios no tiene, desde luego, el mismo charme que tiene llegar andando.

En fin, que hay que ver lo que se aprende husmeando en la red y leyendo en las revistas. Es lo que yo siempre digo: que si cada uno confesara por qué sabe lo que sabe, menuda sorpresa nos íbamos a llevar. Yo, por ejemplo, hay cosas que las sé porque salen en Astérix o porque las vi en una película. Luego, lo que se hace es revestirlas de dignidad académica diciendo que lo leíste no recuerdas dónde, y au. Lo bueno de la historia del inglés este viajero que nos acompaña en este post es que no tendrá que disimular -supongo- y se quedará tan a gusto diciendo que lo sabe porque lo ha visto o se lo contaron por algún camino de esos del mundo adelante. Aunque, se me ocurre ahora, quizá sabe sabe cosas por haberlas realmente estudiado a conciencia por las noches en los libros y, para mantener su leyenda aventurera -que estuvo el hombre en la guerra y es un héroe- lo niega y dice que no, que lo oyó por ahí. Que en todas partes cuecen habas.

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