viernes, 10 de noviembre de 2006

Dicen que la primera impresión es la que cuenta y yo sospecho que, a pesar de que muchos estén de acuerdo, es probablemente cierto. A mí, por ejemplo, Nicole Kidman me parece fea porque así lo pensé la primera vez que la vi, y ya no hay retoque fotográfico ni quirúrgico que me haga cambiar de opinión. Tampoco voy a ir al psicólogo para que modifique esa impresión al parecer equivocada, porque a Nicole y a mí qué más nos da lo que pensemos el uno del otro y además porque mientras siga viva Cameron Díaz para qué nos vamos a preocupar de otras. Lo que yo no sé es si este fenómeno de la primera impresión puede afectar también a un colectivo. Por ejemplo, ¿puede una condicionar a todo un pueblo? No digo un pueblo en el sentido en que se pone en los preámbulos de los estatutos de autonomía, sino en el sentido en que se dice que este puente lo voy a pasar al pueblo o a ver si te gusta este queso que lo hacen en mi pueblo. Lo digo porque mi abuelo era de Casabermeja y le gustaban mucho los coches. ¿Qué tendrá que ver? Pues el caso es que la primera vez que alguien llegó en coche allá arriba no tuvo mejor ocurrencia que hacerlo por la noche. Es comprensible que el destello de aquellos faros redondos -que más que faros, farolas- acompañado del ruido estruendoso y enemigo y el mal olor de los motores y el aceite requemao fueran capaces de asustar al más guapo del lugar. ¿A quién se le ocurre ir de noche? Y claro, pasó lo que tenía que pasar: que la primera persona que vio y oyó fue una vieja beata -que a saber de qué pecados andaba arrepentida- que pensó lo que tenía que pensar y se echó a la calle gritando “¡El demonio! ¡El demonio! ¡Que viene el demonio!” y puso a todo el pueblo patas arriba. Lo que no sé es cómo acabó la historia, si al conductor lo lincharon o qué. La verdad es que merecido se lo tenía, por tener tan poca consideración con el bienestar de los pueblos. Pero a mí me lo contaban por la risa y la ignorancia de la vieja, y yo me reía también, aunque ahora le tengo un poco más de consideración a ella y menos a los coches. Debe ser cierto eso de la sabiduría popular porque, a poco que uno lo piense, seguramente tenía razón al pensar que se le venía encima el demonio. Que se lo digan, si no, a la capa de ozono. Tradición, la verdad, había: Belcebú siempre ha sido hábil en el disfraz. Para eso es como Mortadelo y la vieja de Casabermeja, sin saberlo, una especie de Buffy Cazavampiros avant la lettre.

Tampoco sé si los de Casabermeja quedaron, con el espanto, escarmentados para siempre de los coches y otras máquinas infernales. Lo que sí sé es que al menos uno de ellos quedó, por el contrario, subyugado para siempre. Hay quien oye la llamada de la sangre, pero mi abuelo oyó la del aceite de motor. El caso es que llegó aquí, a esta ciudad de los escándalos, y al poco tiempo tenía ya la vida solucionada gracias al neumático, el asfalto y el motor. Aún llegué a ver su despacho en la plaza de los Fueros, una planta baja ya en franca decadencia, donde se compraban los billetes para ir a Sagunto. Algo de esa llamada la sintió también mi padre -no es tan raro, si uno se ha criado entre autobuses-, aunque luego fue por otro lado. Pero las familias siempre encuentran la forma de estar unidas y, bien mirado y a juzgar por las cifras de cada lunes, se podría decir que la medicina de mi padre y la funeraria de mi otro abuelo seguramente le debieron mucho al vehículo a motor. Igual que en otros tiempos pasteleros y cereros estaban en el mismo gremio, quizá hoy día hospitales, funerarias y fabricantes de automóviles deberían agruparse. Ya veis, yo, que ni siquiera tengo coche, a lo mejor es que soy sordo a la llamada de la sangre y por eso soy más bien del partido de la vieja. Ahora que, como nunca digas de este agua no beberé ni este cura no es mi padre, y en todas partes cuecen habas y más en los pueblos pequeños, a lo mejor es la sangre la que me llama a las filas de la vieja. Que a saber de qué andaba tan arrepentida, aquella noche, cuando pensó que era el demonio el que venía a llevársela por sus pecados. Al menos, eso sí, venía a por ella en coche, que por lo visto le gustaban a la vieja las comodidades. En lo cual, mecachis, también nos parecemos ella y yo. Será mejor no menealla.

No hay comentarios: