viernes, 8 de septiembre de 2006

Es duro reconocer que, en estos días, atravieso una fase de severa adicción a determinados comportamientos. Resulta que apuro los últimos del verano en un apartamento de la playa en el que, pensando en la comodidad del cliente, han puesto una bonita tele, moderna y con mando a distancia. Y ha pasado lo que tenía que pasar: que me levanto y la pongo, a ver qué hacen; mientras pongo la mesa la enciendo para ver Los Simpson; y luego, me voy al telediario, que siempre está bien porque te permite decir: “No, si yo la tele la pongo sólo para ver las noticias”. Ahora ya ni las pongo (las supongo, que es algo fácil de hacer) porque he descubierto que a las tres reponen Friends y me he enganchado a verla. Ya veis: yo siempre presumiendo de mi poca afición a la tele, y aquí me tenéis. No sé si os había dicho ya que no tengo tele en casa. Bueno, pues eso. Suelo presumir de ello, pero como a vosotros no puedo ocultaros nada, os confesaré los motivos. No es ninguna cosa ideológica ni antisistema, no vayáis a pensar. Tampoco es por ahorrar, sino porque me conozco y sé que mi carne es débil. No porque no vaya al gimnasio y no tenga ni media bofetada (que también), sino porque la resistencia a la tentación no está en el catálogo de mis virtudes. Por esa misma razón no tengo en casa chocolate, pastelitos ni galletas: porque sé que me lo comería todo sin poder racionarme. La última vez que me compré una caja de cereales con chocolate no comí otra cosa durante dos días. Soy como el Obélix de La gran travesía, pero peor, porque él, al menos, se guardó una manzana después de devorar la comida de los piratas. Pobrecillos: son los delincuentes más desgraciados de la historia de la literatura. En fin. Ahora…bueno…ahora tengo otra caja (de cereales, no de piratas), pero es porque estoy pasando por esta fase de adicción que os cuento y, ya que veo la tele, me digo: ¿por qué no voy a alimentarme de cereales con chocolate? Eso explica que la cesta de mi compra dé pena, con sus verduras, su paquete de arroz y su yogur natural sin azúcar. La mía es una cesta calvinista, una cesta monástica, austera y un poquito miserable. Los del súper me toman por un chico sano y vegetariano, pero no saben que siempre salgo de casa hambriento y al final termino entrando en los hornos a forrarme por dentro de bollería y chocolate. No sé qué sería de mí sin la bollería. Pasé una temporada en Madrid y el primer día a punto estuve de volverme a Valencia porque en aquella sufrida ciudad no tienen hornos. Hay museos, pero no hay hornos. Pero esto os lo contaré otro día. Total, en lo que estábamos: que la ausencia de tele en mi casa y la de chocolate y otras cosas buenas no es más que la señal de que me he rendido a mis limitaciones.

Pero lo bueno de este enganchón veraniego es que he vuelto a ver series de cuando era pequeño. Nada menos que Arriba y abajo y Cosmos. Carl Sagan sería muy listo, pero para mí nunca fue un héroe. En cambio, hay que ver cómo admiraba yo al señor Hudson -Gordon Jackson en el siglo-, el pluscuamperfecto mayordomo de los Bellamy. Siempre pensé que gracias al sr. Hudson había más dignidad abajo que arriba. Me encantaba la forma que tenía de saber estar siempre en su sitio y conservar la dignidad en todo momento. Así que esa admiración por la clase obrera modeló mi ideología en esos años en que uno, adolescente, construye sus propias ideas. La mía era una familia de clase media, amante del orden y poco amiga de aventuras revolucionarias, pero en mi tierna mente juvenil, llena de admiración por la superioridad moral de las clases subalternas, encarnadas, ya digo, por el nunca bien ponderado sr. Hudson, creció poco a poco una convicción política diferente de la de mi entorno. “Yo –me decía- abjuro de la clase media y pequeñoburguesa. Yo –me decía (ya digo)- ¡quiero tener mayordomo!”. Como en aquellos años también veía Retorno a Brideshead, a mi proyectado sirviente me lo imaginaba en el entorno de una británica mansión campestre, con su césped, su escalera monumental y su barroca biblioteca. No dejaba de tener su problema, esta fantasía, porque para hacerse realidad exigía que yo hubiera nacido en otra época, en otro país y en otra condición social. No obstante, yo estaba dispuesto a sacrificarme por mis ideas, pero entonces estuve un rato en Londres y vi que tampoco allí tienen hornos. Y yo, la verdad, no sé si daría una coca escudellà por un palacio campestre.

Dicen que hay lugares por el mundo adelante en los que los curasanes (sic) son mejores que los nuestros, y dicen también que viajando se aprende. Tomando ambas verdades en consideración, y teniendo en cuenta la debilidad de convicciones de la que os hablo, he resuelto no viajar nunca más a lugares famosos por sus dulces. Lo de Viena y la Sacher habrá sido mi último viaje por la gula. A partir de ahora viajaré a lugares donde no haya hornos y el pan lo den duro, para preservar así, inmaculado, mi gástrico amor a la patria. Puede que incluso me compre un terrenito en Plutón donde, ahora que ya no es planeta, es previsible que baje el precio del metro cuadrado. Y donde, debido a los efectos de una gravedad un tanto rara, el comportamiento de una pelota de golf sería más caprichoso que el de un balón de fútbol en un partido de Oliver y Benji.

A ver si Mr. Sagan me ayuda a encontrar ese terrenito en Plutón. Mientras tanto, venga un abrazo y no olviden supervitaminarse y mineralizarse.

1 comentario:

Anónimo dijo...

No sé quin format tenen els comentaris als blocs. Si comet alguna irregularitat, perdó.No puc dir-te més que que m'he rist molt. Amb tu, no de tu, no penses malament. Hauries de fer-te monologuista si la mandra no t'ho impedeix. És veritat allò de el Heraldo de Aragón? El que no et passe a tu!
No res. Seguiré les teues aventures, capitàn Alatriste.