viernes, 22 de septiembre de 2006

Aurea mediocritas

Dicen que cada generación ofrece a la Humanidad uno o dos casos de ser extraordinario e irrepetible, de esos que sirven para señalar el paso del tiempo: antes o después de. También dicen que yo no soy uno de ellos y a estas alturas ya me he resignado a que sea así. Qué le vamos a hacer. Me consuela, al menos, pensar que vosotros tampoco lo sois. Quizá sea cierto, por lo visto, que somos muchos los normalitos y pocos los verdaderamente excepcionales: es cierto que no conozco muchas personas de las que se pueda decir que el mundo no sería el mismo sin ellas. Y -mira por dónde- aunque la lista sea corta, así, de pronto y ahora que me lo preguntáis, la verdad es que no se me ocurre nadie. Yo tengo mis favoritos, claro, pero que me gusten a mí no significa que sean importantes para todos. Así que estoy dispuesto a reconocer, inclinado ante vuestras bien fundadas razones, que el inventor de la fregona habrá sido para la Humanidad más beneficioso que el mismísimo Johann Sebastian Bach, pero también es cierto que a mí me va más este último, la verdad. Yo no sé en las vuestras, pero en mi casa –para disgusto de mi madre y de mi tía- se hace más uso de los discos que de la fregona. Nadie ha sido capaz, que yo sepa, de escribir un concierto para fregona y orquesta o una sonata para piano y escurridor. Y eso que no es por la música por lo que el gran Johann es un ídolo de la juventud moderna, sino porque tuvo veinte hijos y se las arregló para poner a cada uno de ellos nada menos que tres nombres de pila y sin repetir ninguno, lo cual hace la friolera de sesenta nombres diferentes o, dicho en términos modernos, veinte hat tricks ante la pila bautismal. Ahí es nada, señores: este hombre fue el Pelé de la onomástica.

Por lo arriba dicho se me ocurrió un día que, puesto a ser mediocre, iba a serlo a conciencia; pero un amigo vino a avisarme de la paradoja: en el mismo momento en que llegara a ser el más mediocre entre los mediocres dejaría de ser uno de ellos y me convertiría, por tanto, en alguien excepcional. Lo que yo le agradezco al amigo es que me haya ayudado con su aviso a tenerle un poco más de respeto a la mediocridad: no es tan fácil ser un buen mediocre porque no puedes pasarte ni quedarte corto. Es, por tanto, cuestión de medida. “No hay venenos sino dosis”, dicen que dijo el otro. Así que hoy os ofrezco la receta para una mediocridad responsable: “Escoged una labor cualquiera y lanzaos a ella sin entusiasmo, y cuando notéis que empezáis a cogerle el gusto y a hacerlo bien, dejadla rápidamente y buscaos otra. No caigáis en la trampa de dedicaros a lo que os gusta ni tampoco -mucho ojo- de odiar lo que hacéis. En términos científicos: controlad vuestro entusiasmo más que vuestro colesterol”.

Bueno, pues venga. Consideré las cuitas más comunes entre los mortales para dedicarme, por ahora, a alguna de ellas, y la encontré enseguida. Es una que la recomienda todos los días la publicidad: come bollería industrial y a la vez apúntate a un gimnasio. Qué gran verdad es eso de que la publicidad es un bien social, ché. Tuve mis dudas, claro, porque la primera parte ya hace tiempo que la cumplo con sospechosas muestras de entusiasmo. Pero me decidí porque la compenso con la segunda, que con sólo pensar en ella ya me hace correr sudores fríos por la espalda. Además, me sentía preparado: yo, como todo el mundo, vuelvo de las playas jurando que para la próxima temporada luciré en ellas el cuerpo danone, tan deseado. Así que os anuncio que yo, como tantos otros, me apunto a esto del culto al cuerpo. No deja de tener su intríngulis, porque en una sociedad como la nuestra, que dicen que se seculariza a marchas forzadas, parece asombroso que aún se dé culto a algo. Claro que, puestos a dárselo a algo o a alguien, encuentro muy razonable que sea al cuerpo. La primera razón es fácil de entender: la verdad es que las calles están llenas de cuerpos adorables. Adorables, abundantes y -lo que es mejor- para todos los gustos, lo cual es, por cierto, la segunda razón a favor de este tipo de idolatría: que la variedad es mucha y hay para todos, y así cada cual puede dar culto al cuerpo que quiera sin molestar a nadie y sin que nadie le diga ex cátedra qué es lo primero que tiene que mirar, si el culo, las piernas o los dedos de los pies. Esta es, por tanto, una religión asequible y nada dogmática. Vamos, que, ahora que lo pienso, el culto al cuerpo va a ser la verdadera religión natural.

Apostata, que algo queda. Mi egoísmo natural -que es virtud, si bien se mira- me llevó a dar culto, en principio, a mi propio cuerpo. Podrá parecer mala, pero tiene la ventaja de que es una elección bastante mediocre. Con el fervor del catecúmeno me dirigí al templo, dentro del cual, entre las muchas opciones ceremoniales ofrecidas, escogí la que llaman ciclo-indoor, que por el nombre así como hindú creo que viene del Oriente Misterioso. Requiere esta que se suba cada creyente a unas curiosas máquinas que por más que les des a los pedales ellas no se mueven ni un milímetro. Ya me lo barruntaba yo considerando que ruedas, lo que se dice tener, estos chismes no las tenían. Y entonces ocurrió: se abrió la puerta y ocupó el altar la sacerdotisa del indoor este que os cuento y fue en ese momento cuando tuve yo una revelación, me caí del caballo de pedales y allí mismo apostaté del naciente culto a mi cuerpo y me adherí para siempre al culto del de ella. Es poco mediocre, lo sé, este entusiasmo, pero es que, como se pasa el día en la liturgia, lo tiene por esa razón adorabilísimo. Desde entonces no he dejado de acudir ni un solo día de la semana a cumplir con el precepto dominical y ando ya muy esperanzado con mis progresos en la conquista del Carmelo y de otros montes.

Mens sana in corpore acabao. Pero como todo viaje a la santidad es un camino plagado de trampas y engaños del maligno, hete aquí que me esperaba en una esquina el zarpazo de la bestia. A mí y a otros muchos, claro: recordad que se trata de no destacar. Estando hoy encaramados en nuestros puestos, aguardando la inefable presencia, se ha abierto la puerta y sin decir esta boca es mía se ha subido al sagrado altar un tipo todo cachas y hormigón que nos ha dado tal repaso que la fe de muchos para siempre se ha desvanecido entre sudores. La mía no, y quizá es que ellos son mejores mediocres que yo; pero me he mantenido y no he dejado de decirme -antes, durante y después de los dolores- que mi adorable sacerdotisa, si Dios me la ha dado, Dios me la ha quitado, alabado sea y sobre todo que he oído decir que el lunes vuelve. Aquí la espero, por si se manifiesta transfigurada y puedo decirle en un descuido aquello de “hagamos tres chozas”: una para nosotros, otra para tus bicis cojas y la tercera para lo que tú quieras, mi adorada.

No firmo para no destacar. Au.

1 comentario:

Anónimo dijo...

ahora que te he visto el careto ya lo entiendo todo. buscate una novia y deja de dar la paliza.