viernes, 15 de septiembre de 2006

Me acordaba el otro día de un poema en el que el poeta, que ya se notaba cascado, decía que si volviera a vivir se quitaría los zapatos en primavera e iría descalzo hasta finales de otoño. Decía más cosas, pero yo me quedo con esta por sus referencias estacionales, porque de eso -del cambio de estación- es de lo que tenía pensado hablar. La verdad es que los poetas, por hache o por be, no dejan nunca de sorprenderme. Esta vez, porque me parece que el aspecto y el olor de esos pies deben de ser muy lamentables a finales de otoño y absolutamente poco inspiradores. Claro que eso a él le da igual porque el poema ya lo tiene escrito de antes. Pero, bueno, dejemos la crítica literaria -para la cual no tengo la preparación requerida, como acaba de verse- y volvamos al tema de la semana. Esto del cambio estacional me hace pensar en algo que les pasaba a Mafalda y a su padre al final de unas vacaciones en la montaña, y que a mí me pasa todos los años por estas fechas: es ese dolorcito del final del verano, el que se siente cuando el final de las vacaciones se te viene encima. Lo sentí yo el otro día en un embarcadero que sólo conocemos yo y unos miles de turistas. Las puestas de sol son diarias y todas ellas magníficas, y más si –como yo- las contemplas en chanclas y en soledad. Lo de las chanclas es por decisión propia; lo de la soledad ya no estoy tan seguro. Lo mismo que decía el poeta lo pensé yo, por el gustito de sentir el sol en la piel y todos esos efectos tan somáticos que tiene la relajación. Aunque yo, que nunca he sido un radical, no iría descalzo sino en chanclas, que son uno de los grandes inventos de la humanidad, junto con el jarabe de arce y la ensaimada (sin relleno) de Mallorca. Lo mismo que decía Mafalda lo pensé yo: “¿Y si nos quedamos aquí para siempre?”; aunque yo, que no estoy tan trabajao como su padre (el de Mafalda), también me doy cuenta enseguida de que no puede ser. Porque para ir todo el año en chanclas a ver la puesta de sol uno tiene que vivir en un clima un poco más tropical, y encima ha de tener un poco más de dinero. Porque de lo que se trata, en realidad, es de no volver al trabajo, y para permitirse ese lujo hay que tener mucho dinero. Luego disfruto trabajando, ya ves, pero ese es un pensamiento que a uno nunca le viene cuando ve puestas de sol en los embarcaderos, y este es un misterio que la psicología -sospecho- ha renunciado a esclarecer.

A buenas horas decía yo esto si no tuviera en vosotros la máxima confianza. Si fuera escritor, diría que tengo en vosotros fieles lectores; si cocinero, clientes con estómagos a toda prueba. Lo digo porque, si no, ¿cómo me iba a atrever a contaros las depresiones que he cogido por tener que volver al trabajo después de dos meses (y medio) de vacaciones? Doy, pues, por hecho que cuento con vuestra solidaridad y que no me vais a echar en cara vuestros escasos quince días de vacaciones.

Bien. Sigamos. Estábamos en que lo que a mí me deprime es tener que ponerme zapatos y calcetines cuando acaba el verano, del mismo modo que -ya os lo habré contado- siento una gran sensación de confort al ir descalzo por una casa enmoquetada. De donde se deduce que, a mí, las mayores impresiones me llegan por los pies y a través de ellos siento todo lo que me es placentero. A mí me molan mucho mis pies y me gusta llevarlos al aire para que todo el mundo los vea. Yo tengo unos amigos que son de Elda, no sé por qué, y nunca me he atrevido a contarles esto por miedo a que se ofendieran. Lo comprendería, dado que Elda dicen que es la cuna del zapato: para ellos sería como si a mí me dijeran que la horchata no está buena o que la catedral de Florencia es más bonita que la basílica de la Mare de Déu. Que cada uno es muy sensible con lo suyo y la personalidad histórica propia y eso son cosas con las que no se debe jugar. Yo intento desviar el tema siempre que estoy con la tropa eldense y les hablo de la pastelería de Paco Torreblanca, el del pastel de boda del príncipe, que es un tema (la pastelería, no las bodas) que a mí, no sé si sabíais, me pierde. Pero la verdad es que mis insinuaciones nunca han dado resultado y nadie me ha traído de allí ni una bolsa de rosquilletas. No os extrañe que, por esa desilusión, perdidas la paciencia y las formas, me presente un día de finales del otoño en casa de algún eldense ilustre y le diga que, como el poeta, yo quiero vivir en un embarcadero de la playa, en chanclas y en verano permanentes y que, si no le gusta, que se vaya a su pueblo. Que ya está bien, hombre.

Y estos exabruptos son por culpa del final del verano, que quede claro. O sea, que la culpa no es mía sino del Sistema Solar, que está organizado así.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Nunca había pensado que en "ese" embarcadero se ve la puesta de sol! Ver ponerse el sol en la costa este... y en chanclas. Eso es un lujo... ¡Qué buena idea!
Nene tienes que encontrar novia ya!! Todas esas buenas ideas cotidianas y todos los conocimientos de arte y de ubicación internacional de establecimientos de repostería no se pueden quedar para tí solo. ¡Pero si son garantía de éxito!!
Animo a las lectoras del blog a empezar a hacerte proposiciones, que seguro que hay alguna que se lo está pensando.

Anónimo dijo...

La pastelería de Elda parece un tema recurrente. Bien podría ser un argumento para la elección de destino el curso que viene... En cualquier caso, si la montaña no va al profeta (políticamente correcto), el profeta se tendría que pensar en ir a la montaña, digo yo.