sábado, 13 de enero de 2007

1967
Es un año famoso porque Uderzo y Goscinny publicaron Astérix y los normandos y Astérix legionario, Peyo publicó La pitufita y Franquin, el gran André Franquin, publicó el quinto álbum de Gaston Lagaffe. Bueno, también los Beatles sacaron el Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, pero eso, en mi opinión, es lo de menos. El mundo estaba entonces la mar de hippy, alucinado, psicotrópico y oriental, y en eso nací yo. Al día siguiente se murió Pu Yi, el pobre, que había sido el último emperador de China. No hay -por mucho que así se haya dicho- relación causa-efecto entre mi nacimiento y la muerte del emperador, como tampoco la hay entre el nacimiento de Nacho y la publicación de El mono desnudo, de Desmond Morris.

En 1967, pues, vinimos al mundo: Marián, Laura, Marcelino, Nacho, Herminia, Raquel y yo. Nada hacía prever, en principio, que Marcelino sería subdirector de algo ni que se iba a cambiar de jersey. Claro que tampoco estaba tan claro que el mundo no fuera a reventar, cualquier día, de un bombazo atómico: para algo instalaban rusos y americanos sus nuevos misiles intercontinentales. Porque una parte del mundo estaría feliz y psicodélica, sí, pero el resto, aunque en plena Guerra Fría, estaba la mar de calentito. Son esas cosas incomprensibles que tienen la vida y la mecánica de fluidos. Empieza la guerra de Biafra y de ella nos queda una foto difícil de asimilar, por muchas de niños famélicos que hayan venido después. Vayan sumando temperaturas: Guerra de Vietnam, Guerra de los Seis Días, golpe de estado en Grecia, Revolución Cultural en China…y en Islandia termina el parto de una isla nueva en tan sólo cuatro años. El mundo moderno tiene prisa. ¿Por qué esperar interminables eras geológicas? El mundo se transforma ante nosotros para que podamos verlo, y en un abrir y cerrar de ojos surge del fondo del mar la isla Surtsey, con luces, taquígrafos y mucho aparato de humos, lavas y volcanes. Y entonces no sé a qué genio se le ocurrió comercializar el primer microondas doméstico: como si el mundo, ya digo, estuviera poco calentito. Algo había que hacer para terminar con tanto calentón y menos mal que para eso doctores tiene la Iglesia: en 1967 prohíben la entrada al Vaticano en minifalda y rematan la cosa con la encíclica Sacerdotalis Cælibatus. Apriétese el refajo, padre. Lo que me lía es que un poco antes, el mismo año, Pablo VI había dictado la Populorum Progressio. Ya digo que me libre Dios de enmendar al Santo Padre y a toda su corte, pero me pregunto yo cómo, con tanto Cælibatus, puede haber Populorum.

La fama cuesta, ya se sabe, y llega cuando menos te la esperas. Que se lo digan, si no, a Joseph Pilates y a Stanley Morison, dos tipos que se murieron sin sospechar la que iban a tener cuarenta años después: hoy día, si quieres desplumar a alguien en un gimnasio, basta con mencionar el apellido del primero. Y el segundo amigo es el diseñador de ese tipo de letra que el Word trae por defecto, o sea, el Times New Roman. En homenaje a él pongo en Arial todos mis post. Todos esos se morirían, sí, pero nació Pamela Anderson, con lo cual no sufrió merma apreciable la cantidad de carne en el planeta. Todo tiene su compensación, al parecer, y a eso se agarran los que creen en la reencarnación. Lo que no entiendo es si la cosa funciona mecánica o burocráticamente: en el primer caso, en cuanto te mueres te reencarnas en el primero que nazca, y ya te apañarás; en el segundo, recién muerto entras en lista de espera mientras puntúan tu currículum vitae y ya, si eso, te asignaremos algo pronto, se publicará en el tablón de anuncios, ¡el siguiente! No sé cuál de los dos métodos es mejor, aunque por el bien de Laura espero que no sea el primero: ella vino a nacer más o menos al mismo tiempo que mataban al Che Guevara y, la verdad, menuda responsabilidad ser su reencarnación. A ver qué te van a pedir que hagas, si se enteran. Yo, desde luego, no lo soportaría. Lo que no me importaría es ser emperador de China, ya ven, siempre que no me obligaran a comer cerdo agridulce y que fueran tiempos mejores para ser emperador chino: es una titulación con muy poca demanda y el pobre Pu, que moría más o menos cuando a mí me ponían el primer pañal, acabó ganándose la vida trabajando de jardinero.

Es que el mundo no era fácil entonces, y menos mal que siempre hay noticias pintorescas para alegrarle a uno el desayuno. Aquel año de 1967 encontraron en Madrid dos códices manuscritos de Leonardo da Vinci. Pero no es que estuvieran en un vertedero ni en sitios raros, no: los encontraron en la Biblioteca Nacional. Se pregunta uno si es que los tenían debajo de las patas de una mesa coja, o qué. A Dios gracias que no los utilizaron para envolver pescado. Lo digo yo, que he visto hacer tortillas de ajos y asar sardinas en un museo. Ese año comienza la costumbre de rociar con champán, cuando el piloto gana la carrera, a público y periodistas. Fue ocurrencia, en Le Mans, de un tal Jo Siffert, llamado -cómo sería el gachó- el suizo loco. Aunque lo verdaderamente pintoresco es que el tío no ganó, sino que quedó el quinto. O estaba loco o es que no sabía contar. O, también, que roció al personal con el champán que le sobraba.

Tengo un amigo que se ríe de mí y dice que soy como el abuelo Cebolleta, pero es lo que yo le digo: “Peor es lo tuyo, que eres del año de Naranjito”. Y, claro, se tiene que callar.

Muchas felicidades.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Lo que no he entendido es lo de la isla de Islandia...

Angelet dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Angelet dijo...

Es que, a raíz de una erupción volcánica que duró de 1963 a 1967, apareció esa isla.

Mr. Delaney dijo...

Angelet acaba en "t", como "timeo danaos et dona ferentes". Por otro lado, a mí, esta bonita amistad "bloggeriana" me recuerda cuando estuve en el ejército.

Anónimo dijo...

Ah, y no te dije que lo de Nacho y el mono desnudo es un gran golpe (de ingenio, quiero decir) :)

Anónimo dijo...

Anónimo era yo.