martes, 23 de enero de 2007

Self-made-men.

Acaba de inventar el coche volador, y por la faena le han dado todos los premios al chaval, ayer estudiante y hoy espejo de empresarios. Me corroe la envidia, hombre, y me siento como el Salieri de Amadeus, que se proclamaba Santo Patrón de los Mediocres. Dijo Aristóteles que en el término medio está la virtud, pero eso ahora no me consuela. Hace años, cuando la moda de los yuppies, se decía que “quien a los cuarenta viaja en metro, es un fracasado”. Tengo la mala costumbre de compararme con quien no me conviene, y eso -siempre según los psicólogos- es una mala jugada que nos hacemos a nosotros mismos. También lo decía Susanita, que sabía mucho de la psique humana. Aunque, ahora, la mayoría de los yuppies de entonces -para mi consuelo- ya estarán calvos o la cocaína los habrá dejado en la cuneta. Será cosa de la justicia distributiva y del tiempo, que todo lo pone en su sitio. A mí, a punto de cumplir los cuarenta, donde me pone cada mañana es, precisamente, en el metro. Y de pie. Será que es mi sitio. Aunque ya podría el destino haberme reservado asiento. No hacía falta que fuera con ventanilla, que yo no pido tanto. Pero, por lo menos, sentarme. Pues no. Qué le vamos a hacer, oye: al menos nos queda el consuelo de criticar el concepto de fracasado, actitud que siempre queda muy antiamericana y muy intelectual, diríase galorromana.

De todos modos, ya sabéis que yo no tengo personalidad y por eso hay días en que me viene a la cabeza esta clasificación perversa e intento comportarme como si fuera un triunfante tiburón de los negocios. Y del subterráneo, porque es en el metro donde suele uno pensar en estas cosas: te ves tan vulgar, ahí tan apretujao contra la humanidad, que necesariamente buscas la manera de distinguirte. A mí me da por simular el comportamiento eficiente del ejecutivo: me gusta imitarlos sobre todo en los gestos, que deben ser necesariamente productivos. Me encanta meter la mano en la mochila y sacar de ella, inmediatamente, el abono-transporte. Ya sé que el abono-transporte no presta look ejecutivo, pero es la eficacia lo que busco: que solicitar y lograr sea todo uno. En la escalera mecánica, nada de curiosear los culos de las muchachas que están delante: se trata de llegar a la salida con la tarjeta del abono fuera de su fundita, para no perder tiempo. Parecerá una tontería, pero pocos empresarios serían capaces de sacar la dichosa tarjetita de su funda en menos tiempo que yo. En esos días, nada de hojear el periódico, no: en el metro va uno leyendo documentos del trabajo. Claro que en mi caso, en lugar de un informe de fusión de empresas o de los resultados del Stock Exchange, lo que llevo es el control de geografía de Paquito, que se resiste a comprender que París es la capital de Francia. Pero, oye, a mí se me antoja tan importante como el Wall Street Journal: triunfar, en el fondo, es cuestión de voluntad. También ayuda, claro, que hace tiempo que imprimo los exámenes en papel color salmón.

Estas fantasías me entran en el metro, ya veis. Luego salgo a la calle y con el frasquete mañanero se me pasa. Pero a veces, vaya usted a saber por qué, me sigue hasta casa el gusanillo del triunfo y me da por hacer balance de mi vida, que, dada la modestia de los logros, más que balance es balancín. Y, como soy muy juguetón, me columpio. Por eso a veces me cabrean tipos como uno que el otro día, en la radio, se despachaba diciendo que los jóvenes españoles deberían ser todos empresarios, y que ser funcionario, ¿a quién se le ocurre? Lo que había que hacer era ser emprendedor y no tenerle miedo al fracaso, oye, con un par, que fracasar una y otra vez era algo que estaba la mar de bien: ¿que fracasabas?, pues te lamías las heridas un ratito, luego te levantabas y volvías a empezar. Todo con tal énfasis en el sacrificio que me parecía a mí que el camino empresarial discurría en paralelo al de la santidad. Uno lleva al Monte Carmelo y el otro, al Consejo de Administración. En algún lugar se encontrarán.

No digo yo que no. Lo malo de esta catequesis del riesgo es que aún no se ha encontrado el predicador adecuado. El de esta mañana, después de mofarse de los miles de tipos que intentan sacarse una placita de administrativo, ha resultado ser él mismo empleado de una universidad pública. Esto me recuerda que una amiga mía -ahora funcionaria, qué lástima- tuvo en años de la universidad un novio que era mandamás de una empresa con mucha facturación y muchas campanillas. El chorbo aquel, flor y nata de emprendedores y espejo de capitalistas, se escandalizaba de nuestro sueño funcionarial y nos auguraba triste vida de asalariados. En aquel entonces -¡oh, dulce juventud perdida!- oyéndole me acusaba, ¡miserable!, de querer tener un sueldo y nada más. Ahora, cuando lo recuerdo, me vienen a la boca -madurez bendita- un par de cosillas que podría haberle dicho, mayormente que nosotros, para ser funcionarios, tendríamos que aprobar una carrera y luego medirnos con un montón de tipos que tendrían los mismos méritos y pocos padrinos que todos los demás. Pero, ¿y él? Si estaba donde estaba era por ser hijo de su padre, dueño y fundador de la empresa. ¿Qué había hecho para merecer su puesto? Nacer, y nada más. Que lo suyo, bien mirado, era tanto como ser el heredero de la corona, que será algo muy digno, no digo que no, pero que tampoco es que te hagan pruebas de aptitud.

Claro que existen los verdaderos self-made-men del título de este post, pero esos sí que tienen un discurso que es todo él catequesis con doble ración de moralina y autobombo. Si les oyes hablar, sólo te contarán cuánta miseria padecieron siendo niños y qué duramente y sin descanso han trabajado. Ya digo que no les quito mérito y que les aplaudo el riesgo y la faena, pero es que parece que el mundo lo hayan inventado ellos. Digo yo que sin un sistema y una sociedad alrededor no hubieran podido hacer nada. ¿O es que emprenden desde la nada? Alguna manita les habrá echado alguien. Es que, si les haces caso, al final te da vergüenza cobrar a fin de mes. No me meto, no: sólo digo que aún está por ver que la Medalla del Mérito al Trabajo se la lleven una chacha, un camarero y un taxista. Parece que la tiene Paco, el Pocero. No digo más. El gran Tip sí que supo ponerse serio y cuando se la dieron replicó: “Pero, ¡si yo no he dado golpe en mi vida!”. Santo varón.

A lo mejor, para quitar hierro, podría contar aquí un par de chistes de funcionarios, que son bastante buenos, pero seguramente lo mejor fuera contaros las vivencias de mi anterior vida funcionarial, que eso es mejor que cualquier chiste y encima da para tres o cuatro capítulos de Expediente X.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Qué considerado eres... detienes tu blog para que yo no pierda comba mientras ando demasiado liada para leerlo con frecuencia :P.

Pero ahora ya lo puedes reanudar cuando quieras. Y luego compilar las entradas en un libro que se llamará, como mínimo 'Reflexiones en torno a la mediocridad' :)