miércoles, 16 de mayo de 2007

Parece que le gustan mucho a Mr. Delaney mis crónicas de viaje, pues encuentra en ellas motivo para el enriquecimiento personal y el incremento de su cultura. Yo se lo agradezco muchísimo, porque siempre le halagan a uno estos piropos y porque tampoco son ellas para tanto, dicho sea con falsa modestia. Las buenas buenas son las de Marco Polo, famosas, o las de Sir John Mandeville, mis favoritas porque no tienen una sola línea que sea verdad, y sin embargo ahí están ellas, más chulas que un ocho. Lo único que me mata el subidón de autoestima es que a este Delaney me parece que lo conozco y temo que no se necesite mucho esfuerzo -si es quien yo pienso- para contribuir al incremento de su cultura. Para su enriquecimiento personal, en cambio, nada puedo hacer sino recomendarle, ahora que vienen las elecciones, que se pida algo en un departamento de urbanismo.
Me dispongo, pues, a aprovechar este filón que me señala el míster, y no tanto por complacerle -pues ya digo que sospecho a quién esconde- como por salir del impasse en que me veo metido en estos últimos tiempos, no sé si por agobios variados, derivados de mi escasa capacidad de gestionar el tiempo, o por un cruel ataque de astenia primaveral, tan prolongado que ya la crisis es en mí un estado permanente: la astenia primaveral se me confunde con la invernal, la cual, a su vez, vino a ocupar el hueco dejado por la otoñal. Mi estación favorita es el verano, no porque la astenia no me ataque, sino porque, como me lo paso tumbado a la bartola, nadie -ni siquiera yo- se da cuenta de que la esté padeciendo.
Y, a pesar de todo, viajo de vez en cuando. Algunos viajes han sido por motivos de trabajo. Pocos, pero inolvidables. En uno me mandaron mis jefes a Brasil y me robaron el reloj (unos niños brasileños, no mis jefes), y en otro a Zaragoza y casi muero del susto en la carretera. Ya os contaré los detalles, porque los viajes laborales son para darles de narrar aparte. He hecho viajes de placer -el placer de volver a casa-, viajes por casualidad y viajes por hacer algo. Tengo hechos, además, uno por secuestro y otro por devoción. En este viaje devocional me gané el jubileo del año 2000, y volví a casa tan limpito por dentro que desde entonces me vigilo mucho lo que hago y podría deciros que no he cometido -que yo sepa- ningún pecado de importancia, salvo el otro día, que fui a ver Spiderman 3. El jubileo me lo gané visitando las cuatro basílicas, pero lo de devocional viene a cuento porque en aquel viaje a Roma pasé más de la mitad de mi tiempo en la Plaza de San Pedro, madrugando para coger silla -con derecho a insolación- y asistiendo a todo tipo de actos litúrgicos. Devoción, pues, pero no al Santo Padre, como podría parecer, sino a mi Santa Madre, a quién le hacía mucha ilusión ver todo aquello en directo: misas, encíclicas, audiencias y beatificaciones. Y, fuera, los museos y las pizzas esperándome.
Roma, la verdad, no está mal, y uno se lleva la sensación, nada más llegar, de que todo es un caos, pero un caos con glamour. Los primeros polis romanos que vi, por ejemplo, en lugar de capturar a los malos se dedicaban a ligar con las turistas. Ya veis: queda simpático, pero porque es allí y porque dicen que Roma al revés es amor. No sé si será cierto, pero algo tiene que haber cuando está en ello hasta la poli. Debería haberlo supuesto desde el mismo momento en que compré el viaje. Alguna vez os he dicho que mi rubia favorita es Cameron Díaz. Pues bien: los viajes me los vendió ella misma. Hombre, no ella misma, la verdad, sino una que se le parecía mucho salvo en un pequeño detalle, y es que esta era aún más guapa y encima estaba aquí mismo, al ladito de mi casa. Lo malo es que vendía viajes y eso no es una cosa que compres como si fuera el pan, con lo cual queda sospechoso entrar en la agencia día sí, día también. En el fondo, menos mal que no trabajaba en una pastelería, porque hubiera muerto de empacho. En realidad, de amor, pero con síntomas de empacho, que es lo que pasa en la mayoría de las películas. Esta Cameron de barrio era, ya digo, mucho más guapa y con novio, cosa de lo que siempre me informan ellas nada más verme. No sé de dónde sacan todas conmigo esa manía informativa. Será por la cara que se me queda en estas situaciones, supongo. El caso es que me las ingeniaba para entrar casi cada día a preguntarle algo -si ya estaba confirmado el vuelo, si ya teníamos el hotel, si creía que el Barça iba a ganar la liga…no sé, cualquier cosa-, y siempre más lavado, peinado y afeitado de lo que he ido nunca, de manera que, si bien volví limpio por dentro, me había ido muy limpio por fuera a fuerza de buscar excusas para entrar a verla. Debió ser que con tanta pregunta imaginó que debía contestarme a la que aún no había hecho, y ahí viene cuando me informó de su estado civil y yo me ahorré la última, que era decirle que, si quería venir a Roma conmigo, aún podíamos llegar a un acuerdo con mi madre.
Con todo esto se aprende que, en el fondo, es mejor que estas mujeres imposibles vivan en sitios tan lejanos como Hollywood y el Olimpo, porque así ya se hace uno a la idea de que son inalcanzables y con eso se consuela, mientras que estas bellezas vecinas te dejan con la frustración de tenerlas al alcance y con ella te toca lidiar cada vez que se te ponen delante. ¡Menos mal que los viajes no se compran como el pan! Otro efecto negativo es que te vuelves neoliberal, porque un día pasas por la agencia y al ver que ya no está la chica te alegras de que exista el empleo precario, encuentras razonables las más crueles políticas de movilidad de personal, cambias a Elena Francis por Adam Smith y te borras -por el bien de tu corazón- de todos los sindicatos.

2 comentarios:

Mr. Delaney dijo...

Pues en mi casa hay una de esas mujeres imposibles.

Angelet dijo...

Ya lo sé, ya. ¡Canalla!