jueves, 24 de mayo de 2007

Sin noticias de Patafos
El universo virtual es grande, así que no es de extrañar que haya encontrado algo mejor que leer. Si así es, me alegro por él pero lo siento por todos nosotros, porque nos daba alegría y alimentaba los debates, que ahora nos parecen aburridos. Ya nadie nos llama a capítulo de ese modo intenso y sabio, dirigiendo su cuchilla a donde más nos duele, señal de que seguramente se trataba de alguien que nos conoce, pues nunca un desconocido hubiera podido darnos tan acertadamente y con tanta mala leche. Y hasta aquí: dese por lamentada su desaparición y sigamos adelante, que, como suele decirse, el muerto al hoyo y el vivo al bollo. Sigamos con el bueno de Mr. Delaney y su afición por los viajes escritos, que siempre es tema interesante y más cuando está uno falto de ideas. Recuerdo ahora, por ejemplo, dos que no fueron por disfrute y vacación, sino por cosas de trabajo, y que me depararon inolvidables visitas a Brasil y a Zaragoza. Diréis que no hay color y que quién va a comparar un viaje con el otro, pero yo os digo que no hay por qué menospreciar Brasil, que es un país que está en América del Sur. Lo pongo aquí, este dato, porque no puede uno dejar de enseñar geografía. Lo cual me recuerda, por cierto, que este año no os he contado ninguna aventura del instisusto. Lo he hecho adrede, la verdad, porque no sería raro que alguno de mis alumnos de este año alcanzase pronto cierta fama, y no estaría bien que yo contara aquí sus intimidades. Mis amigos saben a qué me refiero, y baste con esto.
Así pues, estábamos viajando, y eso siempre es bueno, porque ¿quién no ha aprendido cosas interesantes en el curso de sus viajes? Marco Polo, por ejemplo, aprendió a hacer spaghetti, cosa desde luego muy interesante y provechosa que no le hubiera sido posible quedándose en casita. También están los aprendizajes de tipo antropológico que se logran observando las costumbres locales, enseñanzas que son, por lo general, las que más grato recuerdo me dejan en mis viajes. Uno queda asombrado por la cantidad de cosas sorprendentes con que se encuentra. Por ejemplo, cuando estuve en Suecia no pude dejar de observar que cuanto más alta y rubia era la sueca menos se fijaba en mí, y quizá hubiera logrado extraer alguna ley universal de ese curioso fenómeno si no me hubiera sentado tan mal el descubrirlo. Sin embargo, mientras que a Marie Curie la matara la misma radiactividad que ella había descubierto, a mí este otro no vino sino a redundar en algo a lo que ya estaba acostumbrado. También pude observar casos similares en Brasil, con la salvedad de que, en vez de manifestarse en rubias ciclópeas, igualmente se daba en dulces mulatas y, eso sí, cualquiera que fuera su talla. Recuerdo especialmente a la recepcionista del hotel, bajita, guapísima, provista -algo cada vez más raro en estos tiempos de impresoras- de un rostro no en color ni aun en escala de grises, sino en puro, purísimo blanco y negro por el contraste entre la piel y la sonrisa, sonrisa que me regalaba siempre que pasaba delante de ella: en aquellos tiempos de solitaria estancia tropical soñaba, por las noches, que ella llamaba a la puerta de mi habitación y... Luego pensé si no la invitaría yo mismo a subir, pero me di cuenta de que hubiera sido una torpeza científica, porque uno debe observar el objeto de estudio sin interferir, en la medida de los posible, en las condiciones naturales del mismo. Y porque no fuera que algún mulato celoso interpretara mal la naturaleza exclusivamente cultural de mi propósito.
Lo primero que aprendí, nada más llegar, fue algo sobre el protocolo en la mesa en aquel país. Ocurrió así como os lo cuento: me sirve mi primera cena el camarero del hotel y se queda plantado delante de mí, sonriendo y mirándome. Yo, por aquello de no irritar a los nativos contraviniendo sin saberlo atávicas costumbres, lo miro también y le sonrío, no sin ciertas dudas sobre qué tipo de información le estaría enviando con esa sonrisita. A mí, la verdad, no me gusta que me miren cuando como, así que estaba allí, todo sonriente, esperando a que el buen hombre se marchara para ponerme a cenar. Pero, nada: que no había manera. El tipo ahí plantado delante de mí, venga la sonrisa y sin intención de moverse, y yo pensando qué le pasará a este tío que no me deja cenar en paz y encima estos macarrones se van a enfriar, con la buena pinta que tienen. Así que nos quedamos en plan OK Corral, a ver quién movía ficha primero. Yo, como además me sentía representante de mi país -si no ante Brasil entero, al menos ante aquel camarero-, y por miedo a provocar algún incidente diplomático, estaba decidido a dejar que la cena se echara a perder, si era preciso, antes que llamar al Ministerio de Exteriores, y que Brasil -me dije- bien vale unos macarrones. Pero mis convicciones son débiles y empecé a pensar que era una pena, con tan buena pinta (los macarrones, no el camarero), y que al fin y al cabo las guerras empiezan siempre por otro tipo de minucias, como el petróleo, los contratos comerciales o el asesinato del archiduque Francisco Fernando y que, a lo mejor, quien sabe si con una probadita de la salsa el tipo cogía la indirecta y me dejaba en paz. Hundí, pues, mi cuchara en la salsa de tomate (exquisita, todo sea dicho) y entonces el camarero se movió: me preguntó si lo encontraba bueno, le dije que sí, dio media vuelta, fuese, y no hubo nada. Así me enteré de que el plantón era exigencia protocolaria nacional y que él no se hubiera movido por nada del mundo antes de preguntarme si los macarrones estaban buenos. También es que estábamos solos en la sala, él y yo, y siempre me he preguntado si mi silencio le hubiera impedido atender a otros clientes. Luego ya hicimos algo de amistad a fuerza de mirarnos a los ojos, lo cual no me impidió investigar las posibilidades inmensas que me deparaba este protocolo de la cena y me dediqué, los días que pasé en el hotel, a experimentar con diferentes longitudes de intervalo entre que él me servía la cena y yo le daba, comiendo, permiso para marchar. Por ejemplo, me decía: Esta noche te vas a quedar de plantón un rato, y me dedicaba a darle conversación, pero sin probar bocado, y el hombre allí plantado contestándome. O bien quería comprobar el intervalo mínimo posible entre la recepción del guiso y la desaparición del camarero, y entonces aún no había acabado de poner el plato en la mesa y ya estaba yo metiendo la cuchara y diciéndole, con la boca llena: Muy bueno. Buenísimo. Comprendí con esto el enorme poder que tenía mi cuchara para bloquear el funcionamiento del restaurante, y eso me dio ocasión de reflexionar sobre la conveniencia o no de conservar ciertas costumbres.
Otras muchas cosas aprendí en Brasil, y permitiréis que las cuente en otras entregas, porque es tarde y porque así, ahora que no se me ocurre nada, le saco más partido a la sugerencia delaneyesca.
Besos.

3 comentarios:

Mr. Delaney dijo...

No entiendo, mi querido angelet, que te escudes detrás de mis ansias de conocer el mundo para disimular tu sequedad creativa. Brasil, Zaragoza... no nos dicen nada de tu particular viaje interior. ¿Ubi est angelet?

No entiendo, ilustre literato, cómo quemas tus naves expresivas en frases hechas y tópicos populistas, sin aprovechas, al menos para cubrirlas de ese barniz mundano del que tanto presumes te han dotado tus viajes. Qué menos que proclamar que si el muerto al hoyo, el vivo, hoy ya por fin, puede establecerse, sin complejo alguno, en el trdlo.

No entiendo, mi entrañable y locuaz galán, tu recurrente fijación con las mujeres hermosas. Sobre todo no entiendo tu extrañeza ante su falta de propuestas hacia tu persona. Pero no te ofusques. Estoy convencido que si la Cámeron Díaz te conociese sucumbiría a tus encantos. Tus problemas con la cotidianeidad de la chica de la agencia de viajes desaparecerían en un entorno de glamour y cosmopolitismo.

Porque, en definitiva, mi buen angelet, tu problema es que no eres de este mundo. O que hay otros mundos, pero están en tí... O algo de eso. Estás más allá de todos nosotros, en el ciberespacio, en el aroma de los buenos vinos que se degustan en las mesas más selectas, en las salas (VIPS, por supuesto) de descanso de las terminales de los aeropuertos, en la degustación de lo autentico... Y quizás en el monedero de un ciudadno checo, junto a una escama de pescado.

Un abrazo. Y que la fuerza de Patafos nos acompañe (de lejos, eso sí).

Angelet dijo...

Delaney, amigo, me has emocionado. No me extraña que a tí sí te persigan las mujeres imposibles.

Realice dijo...

Qué capacidad de síntesis la de Mr. Delaney... en una de éstas, abre un blog él mismo.