miércoles, 30 de mayo de 2007

Tengo un amigo -buena persona, aunque poeta- muy preocupado porque una hija suya ha escrito, en un rato de aburrimiento, un par de versos que a su juicio experto no están nada mal. No es amor de padre, me asegura, sino que son verdaderamente buenos, y por eso está decidido a apuntarla a una escuela deportiva, a ver si cultivando el vigor físico se le marchita el brote lírico. Le daba esta mañana mi placet y además la dirección de la de fútbol a la que van mi sobrinos. Recordaba con eso que andan mis alumnos pensando en estas cosas del futuro y de la profesión, pues la ESO se les acaba y algo habrá que hacer. Yo quisiera que se preocuparan por hacer algo mientras aún están en la ESO, pero tampoco vamos a pedir gollerías. Me preguntan qué: si lo que les gusta o lo que tiene más demanda, y yo desvío el tema preguntándoles si creen que mañana lloverá. Parece dejación de responsabilidad, y lo es: pero me lanzo a ella convencido de que nadie debería dar consejos de lo que no sabe, y menos yo, que nunca he sido muy listo para esto de las decisiones prácticas. Sin embargo, mi trabajo consiste a veces en decir a los padres qué deben hacer con sus hijos. ¿Qué voy a decirles, si yo soy hijo y solamente hijo? Si el niño no aprueba, será porque no estudia. Eso es todo lo que se me ocurre y encima así es en la mayoría de los casos, pero no me atrevo a decirlo porque todo el mundo espera más en esta época de saberes especializados. Pienso, sin embargo, que las verdades fundamentales se dicen con muy pocas palabras.
Yo he cambiado de trabajo y de carrera en varias ocasiones, y no creo haber llegado a ninguna meta. Lo mío, por eso, más parece una road movie que un currículum vitae. Va uno acumulando amigos y experiencias, es cierto -esa es la parte buena-, pero también lo es que, con tanto cambio, nunca pasa del status de novato ni conoce los placeres que siente el experto consumado de su oficio. Y así pasa que llega un churumbel que sabe de todo más que tú. Tengo ahora un compañero que me cae muy bien y es de mi quinta: lleva en esto más de quince años y se las sabe todas, mientras que yo, como soy novato, todavía ando agobiado por lo que no sé y por las patas que por eso meto cada día. Si me hubiera quedado quieto -me digo- ya tendría esto tan dominado que podría dedicar mi tiempo a tocarme la barriga. Pero aquí ando, a punto de que la vida me cante los cuarenta y todavía pasando por el trabajo con la humildad forzada del becario que todo lo tiene que aprender.
No hay mejor camino a la amargura, dicen, más rápido y más seguro, que volver una y otra vez a culparte por las decisiones que tomaste en el pasado. Miro los giros vertiginosos de mi vida laboral y me pregunto en qué estaría pensando, y mi plan de vida, a estas alturas, es como una línea circular de metro, pues quisiera volver a donde estaba mucho tiempo atrás. Ya os diré algo, otro día, sobre mi fantasía del viaje en el tiempo, que en mi caso serviría para una vuelta atrás definitiva. Vamos, que yo no sería turista del tiempo sino emigrante. Todo este error -a decir de los psicólogos- al que voluntaria y placenteramente me entrego, a menudo mientras voy en metro o el paseo se me hace largo, y que suele llevarme a revisar mis decisiones laborales, resulta mucho más cruel y sanguinario, y menos destructivo, cuando se encuentra alguien a quien echar la culpa. Lo que ocurre es que nunca se me ocurre nada: es la costumbre jesuítica del examen de conciencia.
Total, que a mis alumnos me cuido mucho de aconsejarles nada, no sea que de aquí a diez años estén echando pestes de aquel día en que les dije algo que influyó en su vida. Es peligrosísimo eso de influir en la vida de alguien, y no debería permitírsele a nadie que no acreditara unos mínimos de sentido común. Pero ese es un recurso muy valioso y difícil de encontrar, y tan mal repartido como el petróleo en el planeta: unos tanto y otros tan poco. Amigos tengo, sin embargo, que para esto son auténticos emiratos de sabiduría y golfos pérsicos de saber estar, mientras que yo -pobre páramo agrícola- necesito acudir a ellos en busca de ayuda: sus consejos son para mí mayor tesoro que los que manan de los pozos de Oriente. Y como eso no se compra en barriles, procuro no alejarme demasiado y hablar con ellos un ratito cada mes. A gente así habría que ponerlos a aconsejar a los adolescentes, y no a mí, que lo único que sé son las fases del Renacimiento y algunos detalles del Trienio Liberal. Por eso el otro día, a uno que no sabía si hacer bachillerato científico o sanitario, le respondía yo contándole la muerte del general Elio. De verdad que es un tema apasionante, y no entiendo cómo aún no ha sido elevado a los altares. Será que los obispos no pueden estar en todo.
Una vocación, me dijeron una vez, es aquello en lo que estás dispuesto a trabajar doce horas al día, y encima tan contento. Si eso es así, y tiene toda la pinta, entonces una de dos: o aun no he encontrado yo la mía o lo he sabido desde siempre, porque lo que a mí me pierde es el placer de dormir, del que nunca me canso y por el que estaría dispuesto a cobrar si encontrara un primo que pagara por ello. Pero, aún así, tiende uno a desconfiar de ellas, lo mismo que de los mirlos blancos y de las mujeres perfectas, porque al final resulta que el mirlo es de pega y la mujer perfecta, cuando la ves de cerca, ya no lo es tanto. Viniendo de su ciudad para cumplir con ciertos asuntos en la mía, pidió asilo la otra noche una de estas. Y no hay nada más desgarrador que descubrir que debajo del vestido no es todo tan perfecto como se había uno imaginado. Es brutal la intimidad que te conduce al desengaño. No era esta, volviendo al caso, la forma en que yo soñaba con atraerla a mi casa: ante ellas mi presencia tiene, en mis fantasías, el mismo efecto que tuvieron las trompetas ante Jericó, y en verme ya no les hacen falta excusas. Pero qué se le va a hacer: acuden a mí por alguna necesidad y ahí yo, eso sí, arrío bandera y me resigno. Pero, acabados los trámites y un par de chupitos de ron, se negó a dejarme dormir en el sofá y con la ropa fueron cayendo también las fantasías. Leí una vez que a los ídolos es mejor no tocarlos, porque algo de la pintura dorada que los recubría se nos queda siempre entre las manos. Pero con verdadera vocación por el fracaso -mira por dónde- sigue uno en la búsqueda, como un terrorista que no pone una tienda de frutas y verduras porque ya se ha acostumbrado a su vida de ficción y tiene miedo a que nadie quiera ya que lo liberen de nadie. Son las nefastas consecuencias del Grial: no abandonas una búsqueda imposible, y no por soñador, sino por cobarde, porque no quieres reconocer que las buenas oportunidades pasaron por tu lado mientras mirabas a otra parte. Peor aún: te mirabas por dentro, no se sabe buscando qué, y no había sino un apretujón de huesos, de músculos y tripas, que deberías haber utilizado para irte por ahí a descubrir el mundo.

3 comentarios:

Realice dijo...

Y ésta es la narración del 'viaje interior' que decía aquél en la otra entrada, ¿no? Pues me ha gustado :)

Anónimo dijo...

Jo! Esto ha cambiado mucho.
El "Jo" es de sorpresa, y tambien de admiración. Mucho valor hay que tener para quitarte la ropa delante de todos.
Me gusta.

Anónimo dijo...

Al leerte hoy me ha quedado un poco de tu pintura dorada en los dedos... Y sin embargo, para mí, ahora "brillas" más.