jueves, 10 de mayo de 2007

Visite Valencia
(Para Javi y para Mónica, con cariño)
1. Quien a hierro mata, a hierro muere. Mientras el asunto del trdlo, esa pulsera comestible, trae más cola que el cometa Halley, me veo en el apuro de ser yo, ahora, quien recibe turistas en su casa. He dicho turistas, pero no creáis que se trata de ese tipo de gente que con chanclas y calcetines pisa los escalones venerables de la Lonja, no: son buenos amigos invitados por mí. Pero antes me guiaban y ahora soy yo quien guía. ¿No estaba yo hace poco, tan a gustito, paseándome por el mundo? Y, mientras los republichecos andaban en su cotidiano quehacer, ¿no pasaba yo por su lado mirando, comiendo e intentando comprender? ¿No martirizaba a mi guía con punzantes observaciones como “no sé por qué a esto le llamáis trdlo cuando se le podría llamar rollito o “¿Y no sería mejor, en Nochebuena, cenar fajitas y burritos, que no tienen desperdicio?”? Pues a los pocos días me vi yo en peor situación que aquella republicheca guía nuestra, pues ella, al fin y al cabo, sólo debía gestionar veinte españoles de edades diversas, amén de un conductor y un autobús, mientras que yo hube de hacerme cargo de siete años de infancia, a repartir entre dos niños. Y de sus padres, claro. Ya el primer día mis planes saltaron por los aires, y no fue porque no hubiera tenido en cuenta la presencia de los pequeñuelos, no: interesantísimas y exquisitas actividades tenía yo previstas para ellos, y muy armoniosamente dispuestas. Pues, ¿a qué niño no le haría ilusión asistir a una conferencia sobre el desarrollo de la arquitectura del siglo XV en Valencia? Pues a estos que yo tenía, no. Vosotros, queridos lectores que además sois padres, decidme: ¿no os piden vuestros hijos menores -criaturitas- día sí y día también que los llevéis a un ciclo de cine búlgaro de entreguerras? Pues, aunque os cueste creerlo, éstos que yo tenía, no. Total, que en cinco días -pasmaos- no pisamos filmoteca, biblioteca ni teca de ninguna especie. Estos niños que yo tenía es que sólo querían playa. ¡Playa! ¡Si está toda llena de arena, por Dios!
2. ¿No querías arroz? Pues... Busca uno siempre dar buena imagen de su tierra, pero más me preocupaba a mí dar buen sabor, y no quiero decir con esto que las criaturas hubiesen de morderme, sino que es cosa demostrada que a uno le gustan más los museos si es buena la comida que ha tomado antes de entrar. Mi problema era saber que, viviendo donde vivo, esto se arregla de normal sepultando al visitante bajo montañas de arroz -en paella, en cazuela o en perol- que bueno, lo que se dice bueno, está, pero que no sería de extrañar que resultara un poco cansino. Uno está hecho a comer paella los domingos, pero siempre que no se abuse del invento. Esta sensibilidad gastronómico-turística me viene de una visita que hice, años ha, a lo más profundo de la Inglaterra profunda, lugar al que, por azares de la vida y sus amores ha ido a vivir mi prima. El paisaje, eso sí, es bonito: una aldea con su parroquia anglicana, sus ovejas y su regimiento local, de esos con bandera bordada en oro y balazos atizados en Crimea, en Fachoda y en Jartum. Quiso mi prima presentarme a todos sus amigos y vecinos, y cada uno de ellos pensó en agasajarme con lo millor de la terreta, feliz idea cuya consecuencia fue que, cenando todas y cada una de las noches en una casa diferente, todas y cada una de esas cenas consistieran en lo mismo, a saber: un plato de carne marrón con salsa marrón oscuro, otra salsa de color rojo, un puré amarillo y un bollito muy casero y chippendale. La primera noche me gustó y la segunda me pareció una simpática casualidad, pero la tercera, francamente, ya me molestó. Y lo peor es la currada que se habían pegado las señoras, porque -eso sí- mucho Rule Britannia y God save the Queen y todas esas cosas, pero sabed que en la Inglaterra profunda la cena también la hacen las señoras. O sea que lo que diferencia su profundidad de la nuestra es que, mientras aquí te despanzurran a tiros o a navaja, allí te obligan a comer lo mismo que comen ellos, costumbre quizá menos vistosa pero igualmente cruel. Por las mañanas me llevaba mi prima -que de niños sabe un puñao- a ver catedrales, bibliotecas y museos y yo aprovechaba para desquitarme comiendo bocadillos por ahí.
En fin, que todo esto lo decía por el apuro de no darles arroz todos los días, y me parece que salí del aprieto no sin aire y donosura. Quizá os lo cuenten ellos, porque acabo de darles, como regalo de despedida, el mejor recuerdo que podían llevarse de su estancia en estas tierras: la dirección de este blog. Me han dicho que están contentísimos y que Gibraltar español.

2 comentarios:

Realice dijo...

Esto es para mostrarte que te leo... y que me he registrado en blogger (pero no temas, no tengo intención de convertirme en una ídem).

Mu complicado eso de lucir la ciudad, ¿no? Menos mal que, a la próxima, tendrás el circuito urbano de Ecclestone, que gusta por igual a niños y adultos...

Mr. Delaney dijo...

El problema del cine búlgaro de entreguerras es que si empiezas a comer palomitas, o nachos con queso, o cualquier chuchería perteneciente a la categoría "cosas que ronchen", la gente va y te mira mal. Como si fuera culpa tuya que no se entendiera nada de la peli. !Pero si no la van a entender igual, aunque yo no haga ruido!
En fin: la próxima vez les montas a los niños un cuentacuentos en la playa, que les represente alguna novela del siglo de oro, mientras ellos hacen castillitos y emulan a nuestros más afamados escultores.
Por cierto, lo que más me ha gustado es eso de las actividades armoniosamente dispuestas. !Pardiez!