martes, 15 de abril de 2014

Serie SENSE NATI! Segunda época. Las Vegas, 1.

LAS VEGAS, 1

Uno ha visto mucha falla, así que por eso debe de ser que Las Vegas le resulta familiar. De día y de noche, que conste, porque de un tiempo a esta parte les ha dado a los falleros por iluminar las calles a lo bestia, y en eso hay algunas comisiones que ya han oficializado el pique. Claro que la culpa no es de ellos, criaturas, que recuerdo que hubo un concejal que para mí que tenía un primo fabricante de farolas y desde entonces Valencia sí que está en el mapa: pero en el de la factura de la luz. Imagino una factura de la luz que ella solita ya valdría de monument. Así que -quería decir- pasa uno de Valencia a Las Vegas, de una ciudad a otra, con toda suavidad, sin enterarse, porque Las Vegas es la ciudad que hubiera proyectado una comisión fallera que dispusiera de un prespuesto ilimitado.


Mirad: me doy cuenta de que ya está muy usado, lo de comparar con una falla todo lo que sea de cartón piedra. No sé por qué se lo hago. En primer lugar, tampoco qué es el cartón piedra ni de qué están hechas de verdad las fallas. Decimos que de "corcho blanco", que tampoco sé qué es y me parece legítimo sospechar que cualquier cosa menos corcho. Pero es que la comparación da juego -¿lo pilláis?-, y de verdad que no hacía más que decirme, paseando por allí, que era como estar en Fallas, pero peor: porque en Valencia, al menos, no duran todo el año.


Así que Las Vegas son unas fallas llevadas a la exageración. En tal grado lo son, y todo, que vi un local de comidas que presume de haber obtenido el certificado, otorgado por la gente del libro Guiness, de restaurante más perjudicial para la salud de todo el mundo. No pongo foto porque ya sabéis que este es un blog, por principios, anti interactivo y enemigo de la imagen. No así los dueños del citado local, que sortean una liposucción entre los clientes que superen no recuerdo ahora qué determinado número de kilos. Cómo os molaría, de verdad, ver la foto.


Sigo: porque, como en las fallas, en Las Vegas se mezclan lo de dentro y lo de fuera hasta que se pierden las fronteras. En las fallas son las carpas esas que nos ponen en la puerta de casa, y los petardos, los decibelios y los humos que se te cuelan por las ventanas. En la franja acasinada de Las Vegas lo suyo es que da lo mismo estar dentro que fuera: al final, todo es uno. Llega uno con sus maletas, abre la puerta del hotel y, dentro, cuando espera encontrar ese espacio de transición que es el vestíbulo, lo que descubre es ese otro especial dentro/fuera de Las Vegas: hamburgueserías, heladerías, teatros: cosas de la calle que se han metido dentro; y el murmullo de la sala de juego, el sonido de los vasos, los paseantes que van de máquina en máquina: cosas del interior que están a un paso de salirse fuera. Hay que fijarse mucho para descubrir la recepción: ¿será posible -se dice uno- que haya aquí más moviento que en la calle? Por eso, los empleados tienen que dirigir el tráfico de personas: ¿quiere ir al casino? ¿Busca las salas de espectáculos? ¿Un lugar donde comer? O, ¿no será que viene -¡hombre de Dios!- a registrarse en el hotel?


Y si sale, parece que sigue dentro. Los clientes -que en Las Vegas hay clientes, no turistas- pasan, con sus cubatas en la mano, de un casino a otro. En las aceras -para no perder el ritmo, imagino- se prolonga el ambiente del interior. No solo por la música: en ellas continúa la decoración, por tramos, del casino junto al que pasan, y se ven invadidas por la publicidad de lo que hay dentro. Su recorrido lo lleva a uno directamente de un casino a otro: no es que pasen por la puerta, como podría ser que la acera de mi calle pasase por el estanco: es que están así planificadas, que es más sencillo ir de una calle a otra atravesando el casino que yendo por el camino exterior.


En esas condiciones, lo que más llama la atención es encontrar una parada de autobús: ¡hay gente que hace vida normal, en Las Vegas, y espera un autobús para volver a casa! Se pregunta uno, de todos modos, si al echar una moneda en la máquina de billetes del autobús sonará también una musiquilla, si el pasajero deberá accionar una palanca para que le salga el ticket o si, con suerte, le puede tocar el viaje gratis. No es descabellado pensarlo: el juego, ya se sabe, lo invade todo en Las Vegas. ¿Saldrá el alcalde por sorteo, además? No creo que llegue a tanto, aunque no conozco método más democrático para el reparto del poder

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