miércoles, 16 de abril de 2014

Serie SENSE NATI¡. Segunda época. Las Vegas, 2.

LAS VEGAS, 2

Las películas del Oeste y mis juguetes de niño me acostumbraron a la idea del fuerte de madera en medio de la nada, que se levanta, para proteger a los de dentro, en la gran llanura desértica como una isla en el océano. Algo así parece Las Vegas. Solo que no es un fuerte de madera ni sirve para proteger a nadie. Las Vegas no es un refugio, sino una enorme construcción de contención. Muy cerca encuentra uno la gran presa Hoover: pues en lugar de agua Las Vegas contiene personas. No las protege: las recoge entre sus muros. Si no lo hiciese, el sol las evaporaría o se las tragarían las arenas. Allí están a salvo. Pero a cambio de un precio: no pueden llevar la vida que les correspondería. El precio que exige Las Vegas por salvarlas del desierto es su propia naturaleza. Allí ya no pueden seguir el curso natural de las mareas, ni distinguir la diferencia entre el fondo y la orilla. No se puede pasear por una bajamar que ya no existe. Las calles de Las Vegas, que podrían ser -si alguna vez lo han sido- playas donde recogerse, tomar aire y respirar al salir de los casinos, son batidas, en cambio, por corrientes que acaban por arrastrar de nuevo, a todos, al fondo. No importa la fuerza con que se nade. Sale uno a la calle, queriendo olvidarse de las luces, de las máquinas, de la música: pero no puede dejar de sentir cómo empuja hacia dentro la fuerza de la marea. Coletazos de música y de humo parece que le tengan a uno atrapado por las piernas, que lo lleven de acá para allá como a un pelele y lo dejen -zarandeado, exhausto, pero nunca sorprendido, en realidad- dentro de otro casino.

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